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El día del encendido de luces de Navidad, a las 7 de la tarde, un taxi me cobró 15 euros por no llevarme a la puerta de mi casa porque las calles de la ciudad estaban cortadas. El taxista obvió cambiar el recorrido para cobrarme más dinero y a mí se me había olvidado que estas fiestas comenzaban tan pronto. Era cinco de diciembre.
Ahora, desde mi salón, todas las noches se refleja una estrella cutre plantada en el aparcamiento interior de los bloques de mi barrio. Aunque no seas fanático de la navidad, te obligan a serlo, te inyectan la luz en los ojos. El parpadeo de la estrellita se hace largo los días de viento. Es inevitable despertar en un éxtasis lumínico impuesto.
También es inevitable no ver las listas compartidas de artistas más escuchados anualmente en Spotify wrapped. Las fotos de los arbolitos de plástico cuqui bien decorados mientras al lado hay plantas vivas que están secas. Es personal mantener en vida lo ficticio. Es personal mantener el alivio de la esperanza: esta vez presiento que me tocará la lotería, 2025 va a ser la hostia.
El final del año siempre es igual. El inicio del siguiente también. Mentirse es un hábito. Como prender las luces y fingir que todo está bien, que ya pasó todo, que lo malo se olvida. Hasta que quitan el alumbrado. Suena la alarma. Vuelves al trabajo. Terminas la jornada y bajas al bar. Una caña. Patatas revenidas. España.
Aurora Díaz Obregón © elkarma.eus |
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