Se podría decir que no hay quinto malo, pero, además de ser una frase manida más propia de una tertulia taurina que de una crítica musical, se queda muy corta para describir el nuevo álbum del grupo de Adam Granduciel. Aunque parecía más difícil que enhebrar una aguja con un brazo ortopédico, ha conseguido superar a Lost in the Dream. Probablemente la mejor banda americana de rock clásico que tocan con celesta.

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A pesar del nombre, los tolosarras tienen muy buena vista. Con su tercer disco han alcanzado esa madurez que da el oficio. Algo bueno tenía que tener hacerse mayor. Continúan cultivando esa mixtura de hip-hop y reggae, porque el río Oria no será el río Cobre pero uno puede encontrar el amarillo jamaicano cerca de casa. Optimismo caribeño mezclado con pesimismo bilingüe ante el panorama vigente. Infeccioso. En el buen sentido.

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La fiestas son muy socorridas e inspiradoras. Como ya lo haría Andy Shauf el año pasado con The Party, Lorde se saca de la manga una compilación de 11 canciones alrededor de una de esas veladas entre amigos de incierto final. Una fiesta que va creciendo en intensidad, igual que lo hace el tema Green Light, y en la que se juntan miradas, deseos y explosiones hormonales varias. Toda una apología de la juventud, desplegada por la neozelandesa, con más gusto y talento que muchas de sus coetáneas en la indietrónica.

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