Los tiburones fascinan a los humanos desde hace milenios. Especialmente su capacidad de desmembrar bañistas desprevenidos. El cine ha aprovechado esa fijación morbosa para hacer películas de escualos. Con desiguales y variopintos resultados.

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Un bebé se despierta y en un minuto despliega todos los gestos que puede articular un ser humano. Probablemente acabe de reiniciar su disco duro y esté haciendo un tutorial de emociones.

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Un tipo simula que se le cae su nuevo mac y se hace añicos, justo cuando pasa gente delante de él. Algunos se sienten mal porque creen que el accidentes es culpa suya, pero ninguno llega a ofrecerse a pagar los desperfectos. El pardillismo tiene un límite.

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