Debajo de la Palmera: La triste historia de Jaimito en Bruselas
Había una vez un niño tristón que tuvo una vez un abuelito que era de un pueblecito de la costa bizkaina y además era médico. Ese abuelito solía pasear por aquellos pueblecitos de Kanala, Ea, Urdai Bai y sitios frescos y verdes sin txabolismo y sin hoteles para el turismo. Y como el abuelito hablaba un idioma rarísimo que sólo entendían los lugareños de aquella costa verde y bonita que veía a lo lejos una islita que se llamaba Izaro decidió que lo mejor que podía pasar era que sus hijos y nietecitos no hablaran esa extraña jerga porque el abuelito quería que sus hijitos y nietecitos fueran importantes cuando fueran mayorcitos. Quería que sus nietecitos olieran a Lavanda y no a hierba recién cortada y por eso sus hijitos y nietecitos nunca aprendieron esa lengua para hablar con las vacas y los burros. Y por eso, Jaimito, nunca aprendió euskera y además esta bonita historia la contó de mayorcito diciendo que su abuelito era un tipo muy listo y muy moderno. Lo malo es que de vez en cuando el abuelito se cruzaba en sus paseos con un señor de barba que sin saber ese idioma para hablar con las vacas, lo había aprendido el muy cretino y además pretendía que aquel idioma primitivo no se perdiera. ¡Menudo pájaro el tal Sabino Arana! Jaimito, a pesar de que su abuelito era médico rural, decidió estudiar ingeniero agrícola en Valencia porque le gustaban las lechugas, los tomates, los planes de parcelación, los aguacates y hasta los pepinos. Y en Valencia se hizo ingeniero agrónomo y cuando terminó su carrera, no sabía que hacer con aquella carrerita tan de aldeanos y decidió meterse en política con un partido muy majo del que mandaba entonces que se llamaba UCD. Los partiditos de la tierra de su abuelito no le gustaban porque decía barrían mucho para casa y el abuelito les había dicho que nada de ocuparse del desván, del granero y de la cuadra, que para eso estaban esos aldeanos y que el era un hombre universal. Pero tanto él, como su abuelito y su familia no levantaban cabeza. Habían vivido bajo un generalote que mandaba en Madrid y que había detenido al director de una revista humorística porque había dado el parte meteorológico de esta manera: «reina un fresco general procedente de Galicia». Y le cerraron el chiringuito porque el tal general tenía muy mala entraña pero bajo cuyo mandato él y su familia vivieron una permanente placidez y tranquilidad. ¡Qué bien se vivía bajo Franquito decían él y toda su familia y no andar con eso de las votaciones y elecciones que es una petardada! Así las cosas, un admirador del generalito le hizo ministro del interior para mantener el orden y evitar que los muy malos hicieran de las suyas. Pero el hombre, siguiendo los consejos del abuelito, se pasó un poquito y se obsesionó con lo que hacía. Una vez, en el parlamento, uno de esos diputaditos que sabían esa lengua extraña que no le gustaba al abuelito, le dijo que hablaba como una cacatúa y él le respondió que no le entendía lo que decía que el no sabía euskera y a mucha honra. Y quiso ser Lehendakari con su compañerito Nicolás Redondito al que le llamaban Menor Oreja, pero no le pudo ganar a Mr. Spock porque les metió tanto miedo en el cuerpo a todos los habitantes de los verdes valles y montañas peladas que este le ganó. Y sus compañeritos le mandaron con su amiguito, el de la acordeón, a las nieblas de Bruselas a ver si comiendo mejillones y hablando francés Jaimito se curaba de sus obsesiones. Y como nadie se acordaba de él un buen día dijo que los fines de ETA y del PSOE eran los mismos y que el feroz Rubalcaba preparaba una pista de aterrizaje para los muy malos. Y fue entonces cuando todos se dieron cuenta que Jaimito estaba muy triste y muy solo, y que si hubiera sabido euskera no estaría tan amargadito y tan miedoso de su sombra. Y colorín colorado, este cuento se ha acabado. Iñaki Anasagasti © humorenlared.com |
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