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La premisa argumental de El Castor es de las de torcer el morro, revirar los ojos hacia el cielo, apretar los labios y adoptar una posición corporal que denote incredulidad cuando no indignación. Walter Black, un hombre casado (con Jodie Foster, la directora) y con un hijo, ha arruinado su vida y su negocio por culpa de una depresión profunda que no se le termina de quitar ni viendo películas de Pajares y Esteso. Para poder salir del bache lleva en su mano izquierda la marioneta de un castor, que dice lo que Walter no se atreve a decir. En un momento de impotencia supina, cuando la mujer (muy amorosa ella, eso sí) le echa de casa y a punto está de arruinar su negocio, es el castor de felpa el que le impide suicidarse. A partir de este momento el señor Black decide tomarse las cosas en serio y cambiar su percepción del mundo.
Lo dicho, que el argumento, a priori apesta. Sin embargo no lo hace. Por alguna extraña razón la película funciona. A pesar de los intentos de distraer la atención del espectador hacia una trama escolar relacionada con el hijo, las evoluciones de Gibson con su Monchito particular se hacen creíbles. Incluso la parte del trío que se montan marido, mujer y marioneta, digna de la peor página de porno bizarro. Por qué el castor habla con acento cockney en la versión original sigue siendo una incógnita.
Horacio Sandoval © humorenlared.com |
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