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Desde que el hombre es hombre, la mujer mujer y el hambre hambre, ha existido una pulsión por elaborar alimentos cada vez más sofisticados. Así, con el descubrimiento del fuego se inventó el término «poco hecho» para referirse a los bistecs de mamut y con la invención del hidrógeno líquido los cocineros disfrutaron de aplicarlo con las coles de Bruselas como si se tratase del malo de Terminator II. Pero si hay un alimento que ha vuelto loca a la comunidad antropológico ese ha sido la gelatina.
La gelatina es una mezcla semisólida a temperatura ambiente, incolora, translúcida, quebradiza e insípida, lo que viene siendo un coloide, que se obtiene a partir del colágeno procedente del tejido conectivo de animales hervidos con agua. Tan anti intuitivo proceso no ha disuadido a la humanidad de ñadir todo tipo de aditamentos a tan ponzoñosa masa para hacer las delicias de grandes y pequeños.
La producción de gelatina comienza con el remojo de pieles de cerdo o de vacuno en un ácido diluido o en una solución de cal y después de emplea el mismo método para extraer el calcio de los huesos, porque de otro modo sería una asquerosidad. La oseína resultante sirve para hidrolizar el colágeno y que así tenga ese retrogusto a vómito de abejaruco tan característico. El cuero, la piel o los huesos se lavan, se cuecen en agua caliente y así se extrae la gelatina, que se seca y se pica en polvo. La gelatina en polvo se mezcla con azúcar y con aditivos para disimular la textura a neumático recauchutado. El producto resultante lo mismo sirve para alegrar los postres o como combustible para centrales térmicas.
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