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A Stanley Kubrick le había encantado El Centinela de Arthur C. Clark pero a él le apetecía rodar lo que le saliera de las gónadas. Por ello comenzó a pergeñar para 2001 una historia que mantuviera el espíritu del relato literario original pero que acabara saliéndose de madre. Kubrick era así de cachondo. Para empezar, aquello de que a los homínidos del comienzo de la película se les apareciera un monolito y a partir de ese momento evolucionaran le parecía una chorrada. Su propuesta era que la epifanía evolutiva tuviera lugar por la aparición de un mueble bar de estilo Luis XV y que los monos, finos de cazalla, la emprendieran a garrotazos entre si.
Para la tercera parte del film tenía pensado un plot ingenioso y lleno de intriga. La nave Discovery recibiría la orden de acercarse a Júpiter para investigar una señal de socorro.
Orbitando cerca del planeta se encontrarían un monolito gigante (esta vez lo del mueble bar no iba a colar) lleno de huevos de una especie alienígena.
Al acercarse a uno de ellos, el astronauta quedaría impregnado y, pocas horas después, un ser extraterrestre le saldría del pecho durante la barbacoa de Acción de Gracias. El shock y unos cuantos mentolados de maría que se había fumado antes del almuerzo le harían alucinar y ver luces de colores y un feto volador. Todo era un plan orquestado por HAL 9000 y unos Grandes Almacenes para poner de moda en la Tierra un nuevo tipo de mascota de cara a las Navidades.
El estudio no aceptó el guión, bastante quemado ya por la decisión de última hora de Kubrick de sustituir la partitura musical de Alex North por un potpurrí de los Gipsy Kings.
© elkarma.eus |
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