octubre 10, 2020

Debajo de la Palmera: ¡Menuda cloaca, majestad!

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Hay gente que cree que dando comida de gato a un tigre éste se calmará. Lo digo porque veía salir de la sede del gobierno vasco a los representantes sindicales de la educación y pensaba en esto aun comprendiendo la buena iniciativa del nuevo Consejero. Y es que hay cosas que no pueden ser y además es imposible que lo sean.

Lo mismo ocurre con la libertad de expresión.

Le escuché al presidente Sánchez responder enfático a la pregunta de un periodista en la sala de prensa de la Moncloa cuando éste le preguntó si sabía dónde estaba el rey emérito. «No, no lo sé» y se quedó tan ancho. A los días se supo que estaba en Abu Dahbi y entonces lo supimos todos, como en su momento lo supo Sánchez. No se puede mover por el mundo un ex jefe del estado en un avión particular, con ayudantes, maletas, muletas, máquina de contar billetes, trajes, embajadores y policías sin que lo supiera el jefe del gobierno. Sánchez nos trató como a niños de primaria.

Lo curioso fue que nadie se sintió ofendido por semejante cara de cemento y también fue curioso que ningún periodista le replicara ni que otro le dijera que estaba mintiendo. Se da por bueno que mentir, como ha hecho Trump con el Covid 19, está permitido. Por lo menos en tiempos de Pinocho a los mentirosos les crecía la nariz y la gente sabía a qué atenerse. Aquí celebran que la mentira sea asumida con normalidad.

Añoramos aquel viejo periodismo que sin sustentarse en tesis complejas, respondía en cambio al olfato de los reporteros que no se conformaban con el material dado por la fuente informativa. Hoy el fuentismo (cuyas manifestaciones son las ruedas de prensa, las redes, el fax y el boletín) ha trastocado gran parte del contenido de los medios en mensajes estandarizados, como si fueran una camisa talla única. El reportero que emerge de estas prácticas es el portador de grabadora y micrófono, limitado a recoger las mismas declaraciones que sus compañeros de oficio, sin indagar si lo dicho es cierto o constituye una sarta de inexactitudes vertidas con el propósito de obtener prebendas económicas o políticas o simplemente ocultar la realidad y huir de la quema.

Esto es viejo. Le ha ocurrido a Trump y le ocurrió a Clinton confluyendo una repugnante y peligrosa confluencia de cuestiones de carácter público y privado. El affaire de Clinton se trataba de algo más que de la vida sexual del presidente manos largas. Es sobre una forma de gobernar que es tan imprudente y tan despectiva con la verdad y con el ciudadano que hace inevitable escándalos potencialmente paralizadores. Es sobre el engaño como estilo de vida. La opinión pública puede no querer saber, pero tiene derecho a saber. ¿Se acuerdan cuando Clinton miró directamente a los ojos del pueblo norteamericano y declaró, con mucho énfasis: «No he tenido relaciones sexuales con esa mujer, la señorita Lewisnky«?
Las encuestas mostraron que la opinión pública, en su conjunto, no le creyó como le había creído Hillary. Allí a su lado. Ni siquiera sus más íntimos amigos le creyeron pero la economía iba bien. Así que se supuso que se debía atravesar entre las ruinas del naufragio moral que fue y es la Casa Blanca de Clinton y Trump, y encontrar esos fragmentos de la credibilidad presidencial que podrían haber sobrevivido para seguir tirando.

De ahí lo bueno de la libertad de expresión. Ojalá los monárquicos españoles hubieran sido más críticos con su rey y le hubieran atado más en corto ya que ese silencio cómplice más propio de la Sicilia medieval ha propiciado que al creerse impune e inmune hiciera de su real capa un sayo cochambroso. Y todo por falta de luz. Esos rancios monárquicos y juancarlistas de ocasión han hecho más por la llegada de la III República a España que todos los republicanos con sus pancartas y su megáfono.
Sigo pensando que, en materia de libertad de expresión, siempre valdrá más pecar por exceso que por cualquier tipo de dulcificación, encubrimiento o incluso la censura. Y subrayo: siempre. Pero también sigo pensando que los medios, cuando quieren volverse protagonistas de la política —por las razones que sean—, deben hacerse cargo de las responsabilidades que eso supone. De lo contrario, aunque se anuncien como demócratas, no contribuyen realmente a la construcción de la democracia sino a ensanchar los caminos de la deformación de unos hechos que prefieren moverse entre los intereses inconfesables.

De ahí a sostener, mi respetada marquesa, que La Causa Monárquica —así, con mayúsculas— justifica todos los medios, hay un abismo, que además tiene al fondo un lamentable pantano de lecturas equivocadas, conductas de gentes que dan comida de gato a los tigres y piensan que José Manuel Villarejo es todo un Comisario al servicio del sistema.

¡Menuda cloaca, majestad!

Iñaki Anasagasti © elkarma.eus

 

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