 |
 |
Una vez decidí ponerme unas aletas, unas gafas y una bombona de oxígeno y tomar lo que llaman un “bautismo de buceo”. Es decir, una primera experiencia de inmersión submarina con el acompañamiento de un instructor. Hacía tiempo que tenía curiosidad por el submarinismo, pero lo iba posponiendo un verano tras otro.
Aquella noche había dormido poco y soñado mucho. Mi zona de confort terminaba sin duda en la orilla. Las primeras nociones teóricas en una piscina no parecían revestir demasiada dificultad. Pero cuando me pusieron encima los 10 o 15 kilos del equipo al completo -traje de neopreno, plomos, reguladores, manómetro y profundímetro, chaleco compensador, botella de aire comprimido, máscara, tubo y aletas- dudé de cualquier afición anfibia. Sin embargo, esa sensación de absoluta impericia iba disminuyendo a medida que me sumergía en el mar.
Entonces, algo hizo clic en mi cabeza. Era el silencio. El silencio y el ritmo de la respiración. Ya no era la bípeda torpe de unos minutos atrás. No importaba quién era. Dejé de pensar, de rumiar, de idear. Estaba presente. El ahora era amplio y profundo. Veía los peces alrededor mientras me sentía volar entre la superficie y el fondo. Me asomaba a un mundo ajeno y familiar a la vez. Era un ser en moviento suave y continuo. Era un ser más.
Elene Ortega Gallarzagoitia © elkarma.eus |
Pincha aquí para descargarte el PDF de EL KARMA 221
Pincha aquí para ir a otras columnas de Elene Ortega Gallarzagoitia
Pincha aquí para ir a las columnas de los colaboradores más buscados