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Antes de que al noruego Erik Rotheim se le ocurriera utilizar gas después de asistir a una alubiada popular durante las Fiestas de Sarpsborg de 1927, los atomizadores eran de botón o de perilla. Esto implicaba que quien desease aplicarse perfume, por poner un ejemplo, tenía que apretar continuamente la mencionada perilla a fin de manter el flujo regular de emanaciones. Esto podía provocar tendinitis por el uso continuado (están documentados casos célebres como el de Arturo Fernández o el Señor Barragán).
La invención de Rotheim consistió en mezclar los productos activos con un gas a presión dentro de un recipiente hermético con una válvula. El gas permanece licuado y se mezcla en la parte inferior del recipiente. Al abrir la válvula, el gas escapa violentamente y arrastra consigo las sustancias activas, que son pulverizadas.
Si bien se gana en comodidad, los peligros para la salud pública no sólo no han disminuido sino que la proliferación de concursos de flatulencias inflamables ha llevado a muchas personas cometer fraude ocultando aerosoles en los pantalones. La alta flamabilidad del gas de algunos pulverizadores ha provocado no pocas quemaduras de primer grado, además de la penalización del jurado por hacer trampa.
Las aplicaciones de los aerosoles son muy numerosas desde insecticidas y colonias hasta lubricantes, pasando por sprays antiviolación, aceite para aliñar ensaladas, limpiacristales o napalm para autodefensa.
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