Según la última encuesta del CIS, crece la demanda de centros de yoga laicos. Cada vez más ciudadanos y ciudadanas reclaman que los locales que enseñan esta práctica se centren en sus aspectos beneficiosos desde el punto de vista médico y prescindan de “esa jerigonza pseudocientífica sobre la espiritualidad y mierdas parecidas” que parece ahuyentar a muchos clientes potenciales con problemas de espalda y de control de la ansiedad, pero de naturaleza escéptica. Muchos encuestados piden también que se modernice un poco el hilo musical de estos centros porque “como escuche un sitar más juro que estrangulo a alguien con la goma de la esterilla”.

Ni namasté ni namastá

Según el resultado del estudio sociológico, la mayor parte de personas preguntadas preferiría circunscribirse, cuando va a una clase de yoga, en hacer las asanas para controlar la respiración, reducir la presión arterial y la frecuencia cardiaca, así como para mejorar la eslasticidad y el tono muscular, pero considera “un peaje demasiado caro” que para eso deba oír que tiene los chakras mal alineados y poca tranquilidad del alma. “Yo quiero entrar, estirar, hacer el pino puente o lo que sea e irme a mi puta casa. Y punto. No saludo a mi madre cuando me la cruzo como para andar ahora saludando al sol…”, explica Josu Perbásico, funcionario de Correos al que le tocaron diez clases de yoga en un paquete de experiencias que le regaló su cuñada en su cumpleaños.

Muchos encuestados también han querido dejar claro que en realidad el yoga lo inventó un tal B.K.S. Iyengar en los años 60 y no se trata de una tradición milenaria porque “hace 3.000 años aún no se habían inventado los budas sentados sobre una flor de loto abierta fosforescentes que brillan en la oscuridad”.

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