Con los focos mediáticos orientados a la influencia de la pornografía en cada vez más jóvenes mentes y corazones otra silenciosa cibertragedia pasa desapercibida. Se multiplican como setas de Supermario los nonagenarios que acceden a hipotecas inversas u otros ingenios financieros para costearse su adicción a los videojuegos en línea. “Cuando le comimos la cabeza al yayo durante la pandemia para las videoconferencias no podíamos imaginar que al cabo de tres años estaría sin blanca, el ludópata senil de los cojones. Le queríamos tanto…”, solloza Karen Kowalsky (nombre ficticio) mientras intenta salir indemne, financieramente, de la muerte de su padre.

Nativos analógicos

El padre de Karen llegó a entregar su Gran Torino de 1973 a un joven vecino a cambio de hackeos en sus Minecraft, March Of Empires y hasta el Buscaminas de Windows. “Menudo pufo ha dejado con la casa, que tiene gran valor sentimental porque económico…”, prosigue Karen entre hipos y mocos. El psicólogo Conrado Pamina explica que muchos ancianos comienzan a jugar a juegos presuntamente gratuitos “por aburrimiento y soledad”. Rápidamente se percatan de que no progresarán a menos que gasten dinero real en avances para “fardar” ante esa joven rusa tan amable en el chat que, mira por donde, necesita liquidez para que su hermano Oleg pueda sobornar a alguien y evitar ser enviado a la Operación Militar Especial en Ucrania.

La ONG Save The Grandpas cree que con la desaparición biológica de las últimas generaciones de nativos analógicos el problema se resolverá por sí mismo como un sencillo y elegante programa autoejecutable.

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