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La pulsión del ser humano por estamparse la cabeza contra una tapia a gran velocidad sin perder parte de masa cerebral en el intento ha estado presente desde tiempos inmemoriales. Ya los antiguos sumerios portaban cascos de cobre cuando montaban en carro, más por motivos disuasorios o para disimular la alopecia que por seguridad.
Sin embargo no sería hasta 1935 cuando comenzó a generalizarse el uso de casco de motoclista. Su impulsor fue el neurocirujano británico sir Hugh Cairos, muy impactado por la muerte de Thomas Edward Lawrence, más conocido como Lawrence de Arabia, a lomos de su Brough Superior SS100 mientras hacía el pino puente para ganar una apuesta a ver quién era capaz de tener la muerte más ridícula.
Los cascos de motoclismo tienen dos armazones. El interior se realiza en espuma de poliestireno, con unas burbujas de protección que explotan cuando se produce el choque, retardando el impacto. Al principio se confeccionaban con espuma de afeitar, e incluso con merengue de dieta, mucho más maleable, pero los resultados no terminaron de convencer a los ingenieros, que pensaban que no les pagaban lo suficiente para pasarse el día limpiando cerebelo de las paredes del túnel de viento.
La parte exterior del casco se fabrica en resina o plástico termoinyectado. Este proceso se hace en unas máquinas de moldeado, ya que dejarlo en manos de un maestro alfarero, sin bien dotaría al trabajo de un aire más bucólico, retrasaría el ritmo de producción, lo que repercutiría en el precio y plazos de entrega del catálogo por correo.
El paso final es pintar el casco e inyectar capas de fibra de vidrio o plástico reforzador. Esto último es inútil (un casco de vidrio sería del género tonto, además de un peligro, con lo que corta el vidrio roto) pero queda muy trendy y muy tecnológico, y siempre se queda bien en las Ferias del Motor.
© humorenlared.com |
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