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Un amigo definió en cierta ocasión la ciudad de Benidorm como “lugar insensato”. Semejante contención verbal para describir el desmadre urbanístico fue digna de elogio. La ciudad con más rascacielos por habitante del mundo está pegada a una playa del Mediterráneo. Cuando pasé por allí, en plena era Zaplana, pensé en la insensatez humana y salí corriendo.
Con los años y la vida en la metrópoli mi intolerancia al urbanismo atroz ha ido en aumento. Para alivio de sus síntomas ya no me sirven los cojines floreados de IKEA. Tampoco el urban jungle. O sea, lo que viene siendo “llenar-la-casa-de-plantas-como-hacía-mi-abuela”. Por eso me refugio en la literatura, cosa que, oigan, para casos extremos no viene nada mal. Leo a H.D. Thoreau (Massachusetts, 1817-1862), otro hipersensible pero además poeta, filósofo anarquista, naturalista. Tampoco a él le gustaban las ciudades. “Los cerdos que andan por la calle son la parte más respetable de la población”, dijo cuando vivía en Staten Island, en un alarde de diplomacia y buena vecindad. Fue autor de frases realmente lapidarias. De modo que, por si acaso, vayan llamando a su marmolista de cabecera. Ahí va la mejor. “Todo lo bueno es libre y salvaje”. Thoreau forever.
Elene Ortega Gallarzagoitia © humorenlared.com |
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