noviembre 1, 2019

Debajo de la Palmera: Adanismo y erostratismo vasco

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Siempre ha existido el adanismo que consiste en considerarse Adán, y en su caso Eva, como el iniciador/a de todo. Antes que Adán no había nada, como ocurre cada vez más frecuentemente con los políticos vascos. Los referentes están en el cementerio o en su casa tomando te con pastas y no merecen ser recordados ni invitados a nada. Fíjense en las inauguraciones y actos públicos y verán. Ocurre en otros lugares pero me preocupan los de casa.

Hace unas semanas cuando se celebró en Azpeitia el 25 aniversario del Museo del Ferrocarril no se le invitó al acto al Consejero que lo puso en marcha, Josu Bergara con el agravante de que cuando en 1994 se inauguró y vio una placa alegórica al acto en aquella estación con su nombre impreso ordenó quitar dicha placa. Han pasado 25 años y en lugar de premiar aquella acción y ponerla como ejemplo de buena praxis y de honestidad recibió el silencio como reconocimiento y ni tan siquiera fue invitado a dicho acto como si no hubiera sido él quien con Juanjo Olaizola hubiera puesto en marcha aquel Museo.

Cerca de Azpeitia, en Donosti, ese día se celebraba en la Diputación de Gipuzkoa el centenario de la Academia de la Lengua Vasca. Su presidente Andrés Urrutia, para no ser menos, no le invitó a quien había sido Diputado General en aquella casa y la persona que había logrado introducir en el apartado dedicado a las Academias de los presupuestos generales del estado una partida, cuando fue diputado en el Congreso, partida que al estar abierta, recibe cada año del estado sus merecidos emolumentos.
Valgan estos dos ejemplos para ofrecer una pincelada sobre el adanismo.

Vayamos ahora al erostratismo. No es lo mismo ser notable que ser notorio. Nuestra época abre paso al notorio y se lo obstruye al notable. Es una época de publicidad y de engaño. El afán de notoriedad se justifica ante el éxito alcanzado. Lo importante: el éxito. Llegar, llegar. Parecer. Representar. Lo terrible: no alcanzar el éxito.

No importan los medios para obtener el éxito. Tampoco importa la substancia, la consistencia, de ese éxito. Si se le obtiene con trampa, con astucia de mala ley, con procedimientos literalmente inimputables pero en sana ética censurables, el individuo no tiene por qué preocuparse. No es el caso de los ejemplos anteriores, pero quiero reflexionar sobre el éxito del empujón y del codazo. Porque está arraigando el criterio de que quien no logra éxito en nuestra cultura es un fracasado. Y también de que quien ha sido y no es, ya no existe y su nombre ha de ser borrado de la vida.
Quien no alcance la meta -relumbrante, sonora- que se ha fijado, se convierte en reo de un delito atroz, inconcebible. Su lugar será el banquillo, y la acusación eterna, la de los demás, se sumará a la propia para deprimirlo. Por esto es importante la notoriedad en el caso de los individuos con valor y sin valor. Ella les comunica una sensación de importancia, los rodea de la admiración de los tontos y los mantiene en escena. La escena del fantoche.

Saber distinguir al mediocre, y, sobre todo, al mediocre con ínfulas, al mediocre que quiere exhibir aquello de que carece, constituye una de las primeras lecciones en la vida del demócrata con valores.
Por supuesto, no digo nada nuevo. El ser humano ha tenido siempre especial inclinación por lo artificial, por la mentira, por lo fácil. Y, como siempre ha despreciado la oportunidad de educarse para la justicia, de formarse para crear y no para destruir, de reconocer que antes que él hubo antecesores que tienen incluso más mérito que él, pero este tipo de ser humano es tan débil que enferma gravemente si no satisface sus caprichos y si no mete ruido.

Por figurar, por alternar con las celebridades, un quidam llamado Eróstrato prendió fuego al templo de Diana. Como castigo, fue condenado a la anonimia y su nombre no se mencionó por muchos años. Pero murió el incendiario, murieron los jueces, y del silencio infamante de su nombre surgió el anatema: erostratismo que significa afán inescrupuloso de notoriedad, locura publicitaria, pasión absurda por la constante figuración, creerse el alfa y el omega de todo.

Y aquí termino, insistiendo en que no es lo mismo ser notable que ser notorio, y acusando a nuestra actual cultura política de confundir lo uno con lo otro. Hay que esforzarse honestamente en la superación, y nada más. Y recordemos a Lao-Tse: “Usa tu luz, pero, oculta su brillo”.

Iñaki Anasagasti © humorenlared.com

 

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