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Para una amante de la música, estar en el concierto de mi grupo favorito debería ser una de las mejores experiencias vitales. Cerrar los ojos, dejarse llevar, gritar con ganas, compartir el espacio con personas del mismo rollo. Bien, ¿no?
Apuras los minutos para ir porque ya no puedes beber alcohol en la cola. Y claro, todo el mundo piensa igual y te comes una fila kilométrica apenas quince minutos antes de que empiece el concierto (ponle el sentido que quieras… o ninguno). Pero empiezan a sonar esos acordes y todo cambia. Salto y canto con ganas. Y me ahogo. Gracias, mascarilla.
Miles de personas a tu alrededor, sin distancia de seguridad y el señor Covid viendo cómo juegas a la ruleta rusa. De repente, te das cuenta de que estás viendo el concierto en la pantalla porque te has colocado demasiado lejos del escenario. Y piensas qué haces ahí. Lo bien que estarías en casa bebiendo una buena birra, con tu lista de reproducción favorita y con la compañía de tu gente (aunque no comparta tus gustos musicales). Puede que sean los efectos secundarios de la pandemia. Yo creo que me hago mayor. Y no es malo. La alternativa es peor. El coronavirus lo sabe.
Maite Ortiz de Mendívil © elkarma.eus
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