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¿En qué momento pasamos a conformarnos con el día a día y escondemos cómo nos sentimos? Hace unos años, cada vez que me sonaba el despertador para ir a trabajar, me entraban ganas de llorar. Sobra decir que no era el curro de mi vida. Encima, era cara al público y había que ponerse el disfraz de simpática para que el trato fuese agradable.
¿Te imaginas que todos mostrásemos cómo estamos realmente en nuestro trabajo? Entras en la oficina y oyes gritar a tu compañera porque se ha tragado un atasco de una hora. A lo lejos, tu jefe lloriquea porque tiene sueño y, encima, tiene una reunión decisiva para la empresa. El conserje se dedica a aporrear la puerta porque está harto de que nadie le salude. La persona de la limpieza se pone a destrozar todo porque ya no aguanta más. Una locura, ¿verdad?
Pues ahora, piensa en una guardería. Dejas a tu hijo llorando, pero no es el único. Otros niños gatean en búsqueda de la salida. El más espabilado está en la puerta esperando a que alguien la abra. En cambio, cuando le vas a recoger, tu pequeño está tranquilo y “contento”. Hubiese preferido quedarse contigo, pero… Aprendemos demasiado pronto que no nos queda otra.
Maite Ortiz de Mendívil © elkarma.eus
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