Hace unos años se inició una tendencia cinematográfica conocida como mumblecore. Como ya hiciera el Dogma danés, pretendía crear una nueva manera de hacer cine, más naturalista, profundamente entroncada con el cine indie de los 90. Tramas pequeñas, que buscaban contar historias cotidianas. Como el infierno está empedrado de buenas intenciones, el resultado han sido un puñado de filmes infumables en los que a los actores, en su afán por reflejar la realidad y huir del artificio de la interpretación, no se les entiende lo que dicen.

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Es el bailecito más de moda desde La Macarena y una de sus celebraciones hasta se coló en la final del Mundial. Me refiero a Fortnite, el fenómeno del momento, al que no puedes parar de jugar. O quizá sea tu hijo quien esté totalmente enganchado. Por si no fuera suficiente con que este producto se haya limitado a aprovecharse del trabajo ajeno, al plagiar descaradamente al mucho más feo PlayerUnknown’s Battlegrounds (lo que ha dado lugar incluso a una demanda, ya retirada), lo peor de todo es que ha vuelto a poner sobre la mesa un debate digno de los 90 en Antena 3: la adicción que generan los videojuegos.
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Si cualquier cosa que digas en una red social o en la letra de una canción incluye alguna de las palabras clave que afectan a esos grandes temas con los que todo el mundo está posicionado e indignadísimo pero no mueven un dedo salvo para hacer alguna patochada, serás escaneado de inmediato. Se valorará tu supuesto posicionamiento, y serás clasificado dentro de uno de estos dos grupos: nosotros (los buenos) o ellos (los malos). En el primer caso recibirás palmaditas de «los tuyos», que te defenderán de algún troll contrario que eventualmente aparezca por allí. En el segundo caso, serás tachado de la lista de la gente que mola, y los más imbéciles urdirán planes para boicotear, por el poder de Grayskull, aquello que tú hagas con tu vida. Temblad, artistas.
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