La amabilidad está sobrevalorada. Es un invento de los poderes fácticos para convertir a la humanidad en una caterva de seres sumisos que hacen reverencias y se untan el bigote con parafina. He aquí unos cuantos ejemplos de por qué ser amable es una fea costumbre a desterrar de una vez por todas.
Nº 1. Supervivencia
Siempre nos recomiendan mantener las formas a la hora de entrar en un transporte público. Dejar salir antes de entrar y no escupir a los revisores. Sin embargo, si permitimos que salgan primero los pasajeros de los vagones siempre encontraremos una tropa de viajeros armados con paraguas que entrarán a codazos antes que nosotros y cogerán los mejores asientos.
Nº 2. Perdida de tiempo
Perdemos un tiempo valiosísimo pidiendo las cosas con amabilidad y dando las gracias. En el lapso que va desde que le pedimos “por favor” al pescatero dos kilos de sardinas del Kilimanjaro hasta que nos cobra, nos había dado tiempo a obligarle, a punta de martillo pilón, a que nos ponga el rodaballo bueno, y no ese que lleva en la boca un certificado de defunción de 1978.
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