Se acaban de cumplir setenta y cinco años de la destrucción de Gernika por los escorpiones alados de la aviación nazi. Hace 75 años el gordito aflautado que no tuvo piedad ni de los gusanos, porque se tomó el trabajo de ponerse delgado antes de morir para que aquellos no recibieran de él alimento suficiente, prestó la Villa santa de los vascos a la aviación hitleriana para que probara su fuerza destructiva en la guerra mundial que ya comenzaba allí mismo en la Península mártir. Esa triste tarde en aquel pueblo inocente los versos se quebraron en millones de pedazos con bertsolaris y todo, se pulverizaron las cestas de los pelotaris y algún cura verdadero ministro de Dios, y no de las grandes catedrales quedó vuelto un celaje de cenizas. Niños, mujeres, ancianos y caballos despedazados ganaban para siempre el cielo de Picasso en medio de las ruinas. El Caudillo estaba satisfecho, sus manos regordetas temblaban de emoción y su barriguita se hinchaba aún más de gozo porque el Führer también estaba satisfecho y seguramente lo condecoraría con una medalla de cuero de cochino. Setenta y cinco años después, los asesinos no solo no han sido castigados, sino que reclaman enérgicamente su «lugar bajo el sol» en una proyectada sociedad democrática y representativa absurda y rupestremente monárquica cuyos futuros ministros, para estar un poco dentro de la Era del Espacio, vamos, deberían jurar sus mentiras de rigor en la Cueva de Altamira, que está muchos milenios adelante de El Pardo, para no hablar de La Zarzuela. (Más…) |