No quisiera caer en los lodos de la gordofobia y hacer apología de esmirriez, pero siempre me chocaron las pinturas barrocas y su modelo de belleza femenina que añadía volumen (signo de privilegio en la época) al atlético canon clásico. Entre ellas, y con permiso de las Tres Gracias, me impactaban los diversos cuadros sobre el Rapto de Europa, donde la princesa que diera nombre al continente que pisamos y a lomos de un orondo toro, se precipitaba al mar hacia los más que esperados sinos que el fértil e incontinente Zeus le destinaba en la bella Creta.
Ante la burda treta de un Dios, transmutado en una suerte de oso amoroso de la Antigüedad para ganar la ocasión de acercarse a su presa, la candidez característica de esta la primera europea sirve en las presentes contingencias para ilustrar similares ingenuidades. Compatriotas de un imaginado continente, unidos en unos valores ilustrados que les garanticen su privilegiado bienestar, son la cara renovada de esa Europa, cuya inocencia ponemos ya en cuestión desde su mito fundacional. Pues Europa no fue nunca más que un patriarcal cuento para ejemplificar el timo resultón de llevarse alguien al huerto. (Más…)
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