Quería una lectura sencilla antes de irme de vacaciones y elegí un libro en la tienda sin que nadie me mirase. Casi con sonrojo. Quería una lectura sencilla, que no me hiciera pensar en lo podrido que está todo. Quería una escritora millennial. Quería una historia feliz sin caer en el cinismo o el típico best seller. Sí. Quería a Shally Rooney, la escritora que ahora leen todas mis amigas y novelistas que sigo en Instagram. Y por qué no, quería leer sobre personajes jóvenes quejicas y asqueados de su futuro, vidas precarias y relaciones amorosas insostenibles.
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Cuántas veces no hemos dormido con el enemigo. Quizá esté a nuestro lado mientras leemos esto. Quizá lo haya estado por muchos años y no lo vemos porque no queremos ver esa sucia, fea y dolorosa realidad. Permitimos malas palabras. Toleramos malas formas. Y posiblemente creemos que tiene un poco de razón mientras el veneno de ese podrido aguijón nos nubla la vista y el entendimiento. Sumidas en lo cotidiano, sin tiempo para cuidar de nosotras mismas, sufrimos y callamos. Sordas y mudas. Nos negamos a escuchar ese dolor. Preferimos continuar haciendo mil y una tareas y ahogar ese hilito de voz incómodo que nos da miedo. Ese aullido ahogado que podría cambiarnos la vida.
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Cuando voy a alguna entrevista de trabajo siempre digo que me encanta trabajar cara al público. ¿De verdad que alguien se lo cree? Lo dudo. El odio que se tiene a la gente es directamente proporcional al tiempo que se pasa atendiendo a las personas cara a cara. Hay quien dice que todos deberíamos trabajar alguna vez en una tienda o bar para comportarnos mejor como clientes. Pero no nos damos cuenta de que el ser humano es hijo de puta por naturaleza y aprovecha cualquier circunstancia para vengarse de lo que otros le hayan hecho en el pasado.
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